En Las últimas horas de la tarde, antes de que el sol se
oculte tras los ancestrales cerros, se pueden oír el balido de las cabras que
son encerradas en los corrales por sus dueños o las escandalosas taguas que
revolotean por encima de la laguna o tal vez las rancheras que pone Ño Julio en
su vieja radio.
Eso es lo que se escucha antes de que llegue la noche con
sus sombras y su agobiante silencio.
En el campo de la hacienda Toledar viven alrededor de
treinta personas en casas separadas por varios minutos unas de otras.
Aquí no hay autos ni motos, solo los tractores, caballos o
carretas tiradas por bueyes recorren los polvorientos caminos.
Lo que más abunda aquí son los bellos paisajes: hileras de
interminables arboledas, un canal y una laguna son algunos de los atributos con
los que la naturaleza ha bendecido estas tierras.
La gente vive en casas de adobe con techos de totora y crían
gallinas, cabras, chanchos, vacas, gansos o pavos. Tienen huertas donde siembran y cultivan.
Los hombres trabajan en el campo y las mujeres se quedan en
la casa haciendo las cosas pues aquí la cultura es machistas, solo unas pocas
trabajan de temporeras en la hacienda Toledar o van al pueblo cercano a
trabajar vendiendo en los puestos de la feria.
La vida es agradable en este lugar o por lo menos lo era hasta
que empezó todo este asunto del chupa sangre.
Ña Peta era la más anciana de la localidad y siempre decía que la casa de los Rivera
estaba maldita.
-Ahora está abandonada por lo mismo- dijo- pero en mis
tiempos ahí vivió un hombre que era peor que el demonio-
Hasta ahora nadie había querido arrendar la casa por las
leyendas que existían en torno a ella, pero un día llegó una familia de
afuerinos que compraron la casa, se trataba de Don Benancio, su esposa Lucrecia
y sus hijos Joel y Amatista.
-Estos ajuerinos no saben na’ con la chichita que se están curando-
dijo Ña Peta cuando supo- cuando les empiecen a penar y les tiren las patas en
las noches los quiero ver-
Continuará