Como cada tarde de sábado veía con cierta nostalgia
como los demás jóvenes de mi edad bajaban al centro a divertirse, se perdían a
lo lejos mientras el sol agonizaba en el horizonte.
La noche de sábado era noche de carrete para todos
menos para mí y siempre me preguntaba ¿Cómo sería salir una noche de parranda?
¿O cómo será emborracharse hasta el amanecer?
Mi mamá me decía que salir por las noches era muy
peligroso, que en el centro de la ciudad solo había vicio y perdición.
Tengo 18 años recién cumplidos, vivo solo con mi mamá, nunca he salido a una
fiesta, mi mamá prácticamente me obliga a acostarme temprano (A las ocho ya
estoy bajo las tapas, sea invierno o sea verano) soy hijo único, por eso mi
madre me sobreprotege demasiado, ella dice que me parezco mucho a mi padre
(Quien murió hace tiempo) Y que nunca va a dejar que nada nos separe.
Nunca he tenido polola (Una vez una niña se enamoró
de mí, pero mi mamá la espantó a escobazos y ella nunca volvió).
Tengo muy pocos amigos, estos se han rendido conmigo
y hace rato que dejaron de invitarme a salir con ellos.
Voy de la casa a la escuela y viceversa, salgo muy
poco a comprar y los vecinos me apodaron el monje porque vivo encerrado.
Así paso mis días, acompañando a mi madre viendo
novelas o ayudándola a hacer las cosas de la casa.
No había conocido el amor hasta que llegó la
maravillosa sureña que cautivó cada fibra de mi alma: Érica.
Todo comenzó aquella tarde; mi mamá estaba pegada a
la ventana mirando hacia la calle:
-Vecinos nuevos- dijo- tremendo camión que hay
estacionado allá-
Me asomé por la ventana y vi el camión de mudanza estacionado
afuera de la casa de los Martínez, abandonada ya hace mucho.
De pronto de otro vehículo bajó una mujer con las
piernas más lindas que hubiera visto antes y con una falda de infarto.
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